domingo, 12 de abril de 2009

La última y nos vamos...

Cutzamala de Pinzón, Gro. 10 de abril de 2009

Por Karina Hernández Mundo

¡No mames wey, estos ya son orines!, grita el joven sin playera, con pantalones cortos y huaraches. Su piel tostada por el sol de mediodía contrasta con sus ojos color miel. Su compañero sólo ríe; los pedazos de camiseta que quedan en su cuerpo están teñidos por una mezcla de color rojo, azul y amarillo. Sobre ellos llueve tinta, cerveza…y orines.


Es Viernes Santo. El zócalo de Cutzamala de Pinzón, Guerrero recibe los rayos del sol a la una de la tarde. Los portales, el empedrado y el mismo quiosco están escondidos tras la multitud de personas presentes. Es inevitable no tropezar con alguien al intentar caminar. Juegos mecánicos; música; pequeños puestos de ropa, bebidas, alimentos, cd´s; cocos, mameyes y dulces de feria adornan el panorama.

En el centro del zócalo, jóvenes, niños, adultos y hasta ancianos visten de la misma forma: shorts, playeras de tela delgada y huaraches. Muchos de ellos también presumen en sus manos botellas llenas de pintura. Las levantan a la altura de su cabeza y comienzan girarlas. La pintura cae y se esparce por los cuerpos de los participantes. Rápidamente el tono de piel de los que ahí se encuentran es disfrazado con un color rojizo oscuro.

El vino, la cerveza y la música de tambora se unen a esta fiesta de colores. Solamente el vocabulario y acento de cada persona es el que permite distinguirlas. Un joven asoleado grita ¡Cámara, wey! ¡Lánzate por las chelas! A lo lejos, otro de pronunciados músculos pronuncia un ¡Vamos, cocho! a su compañero. Tal parece que no solo la gente originaria de Cutzamala participa pues el acento, las palabras y el color rosado de sus mejillas, delatan a los citadinos del DF.


En las pequeñas jardineras que conforman el zócalo, algunas familias se dieron cita para “un día de campo”. Los manteles adornan el pasto mientras los sándwiches, vasos con refresco, y dulces son compartidos. La vestimenta de estas familias luce impecable y limpia: pequeñas niñas con vestidos esponjados y con flores, señoras con grandes sobreros y niños con bermudas y zapatos. Sin embargo, poco dura la limpieza del día de campo pues un grupo de seis jóvenes, con botellas de pintura en mano, los rodean mientras vierten sobre los niños y los padres la pintura roja. El sexteto huye corriendo y la familia sólo los ve alejarse.



A las dos treinta y cinco de la tarde, el ambiente del zócalo está cubierto por un sonido ensordecedor que mezcla el movimiento de los juegos mecánicos, la música del puesto de cd´s, los gritos del vendedor de mameyes, los disparos de los rifles del tiro al blanco, los gritos de la multitud al llenarse de pintura. Sin embargo, el sonido que sobresale entre todos es la música de tambora. Los zapateados típicos de Cutzamala se repiten una y otra vez debido a la petición del público. El quisco es partícipe al ser el escenario para seis parejas de jóvenes que bailan al ritmo del “Gusto a Cutzamala”. Las bailarinas visten un short que apenas cubre sus torneadas piernas, playeras sin mangas completamente manchadas.


La temperatura parece subir. La pintura ahora se acompaña de la cerveza y ambas escurren por los acalorados cuerpos. Parejas se abrazan, se besan…se tocan. La música de tambora sigue tocando. Muchos jóvenes se han desgarrado sus playeras entre ellos. A lo lejos alguien grita que le han aventado orines en lugar de cerveza.

Son las tres con cuatro minutos. La música pierde interés pues una mezcla de gritos acalorados corre por todo el zócalo. Se trata de “Barrabás”, quien rodeado por catorce jóvenes completamente manchados, corre apresurado dejando rastros de pintura roja a su paso. Los “Soldados romanos” lo persiguen hasta que logran apresarlo. Todo forma parte de la representación que año con año se lleva a cabo en Cutzamala.


A las cuatro con cuarenta y tres minutos, la música cesa, los juegos mecánicos paran y la multitud presente parece quedarse en pausa. El ruido huyó y se escondió en algún rincón. El silencio reina en el zócalo. Alguien grita ¡ahí viene la procesión! La mayoría de los presentes corren y se convierten en espectadores de la representación del viacrucis que recorre el exterior del zócalo. “Hoy murió Jesús”, dice una madre a su pequeño. Sólo el sonido que provoca el golpe de los pies al tocar el suelo acompaña al silencio. Diez minutos dura esta pausa. Después todo vuelve a ser como antes: música de tamboras, gritos, baile, juegos mecánicos, baile, pintura.



Así es el Viernes Santo en Cutzamala de Pinzón. Año con año, “Barrabás” llega al zócalo en el mediodía y comienza a rociar pintura a quien esté enfrente. Aunque ya no es necesario que él lo haga pues los jóvenes encabezan ahora esta tarea. Asisten con botellas llenas de pintura y comienzan a mancharse entre ellos, al principio sólo es pintura, después se añaden la cerveza y, en ocasiones, orines. La tradición de romperse las playeras comenzó también en algún momento, al igual que la música de tambora que eligieron de acompañante. Muchos citadinos del DF, Morelia, etc., son atraídos y deciden participar. Algunas señoras católicas denominan a esta tradición del pueblo como la nueva “Sodoma y Gomorra”.



Son las cinco con seis minutos. La multitud del mediodía ha comenzado a dispersarse. El zócalo huele a algodón de azúcar, pintura vegetal, cerveza y orines. En el techo del quiosco se encuentran colgados una incontable cantidad de pedazos de camisetas manchados de rojo. Ya nadie baila en el quisco. Sólo la música permanece. Cada vez son menos las personas. Nadie vierte ya pintura sobre otros. La temperatura ha comenzado a bajar. Los músicos que tocaban los alegres zapateados parecen darse cuenta de esto, uno de ellos se dirige a sus compañeros y dice: “Señores, la última y nos vamos”.





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